CARLOS III. DICTAMEN DEL OBISPO DE CÓRDOBA SOBRE LA EXTINCIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS. 1769

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Martín de Barcia Carrascal, obispo de Córdoba entre 1756 y su fallecimiento en 1771, cumpliendo órdenes del rey, emite su dictamen sobre la conveniencia de solicitar a la Santa Sede la extinción de la Compañía de Jesús. Al igual que otros treinta y seis prelados españoles se manifestó partidario de la “abolición universal de la Compañía, con vivas esperanzas de que el paternal ánimo de su Beatitud se dignará preferir a la de una Religión privada la causa pública, la tranquilidad de las Soberanías interesadas y la seguridad de sus Reales personas”, llegando a afirmar que la Pragmática de expulsión “una pieza que más me haya llenado el gusto por la destreza, nervio, fondo y claridad con que toca, sin ofensa de los otros, el derecho público, la regalía de los Príncipes supremos, y la conservación del Estado”

(España. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte A. G. S. Gracia y Justicia legajo 686).

            En carta de 22 del mes próximo pasado, que de orden de V. M. me dirige D. Manuel de Roda, compendia con la mayor y más concisa discreción los altos motivos que reservó V. M. en su Real pecho, y tuvo por justos para expatriar a los Jesuitas de todos sus Dominios en Europa, América, Filipinas y África, ocupándoles las temporalidades; cuya potestad económica es innegable a todo Soberano, y más cuando conduce, como medio único, a mantener la pureza de la fe, la verdadera piedad y católica Religión, con el bien público, y el mayor sosiego de sus vasallos, con todo lo demás que después ha ocurrido para la justificada distribución y aplicación de sus efectos sagrados, hecha con dictamen y por medio de los Obispos, y consultado antes todo con sujetos sabios, prudentes, rectos y del carácter más elevado.

            Desde aquí me llama el Real encargo de V. M. a decir de la conducta, máximas y doctrina de estos expatriados, lo que sienta y hubiere observado, en que seré sucinto por no variar la clase de tan soberano precepto.

            Para ellos, según  afirman todos los cordatos, no había superiores seculares ni eclesiásticos, excepto el Padre General, que era el único suyo; cuando los necesitaban para sus intentos ocurrían al Papa y a los Soberanos por Breves y Provisiones Reales para conseguirlos, y sino se expedían a su modo, suplantaban Regios Privilegios y Pontificios Rescriptos, arguyendo de apócrifos los de otros, y legitimando en esta forma los suyos.

            La compatibilidad de los cultos del verdadero Dios y los Ídolos, y la corruptela de costumbres con su Probabilismo ha truncado el verdadero sentido de la Sagrada Escritura, y de los escritos sanos de Santos Padres y más sobresalientes Doctores Teólogos, sobre cuya impugnación se han publicado exorbitantes dicterios contra todos, y singularmente contra el eruditísimo Obispo Fray Melchor Cano. La inobediencia al Pontífice Sumo, a los Príncipes Soberanos, y a los Obispos, apuntará en conciso la persecución de estos Regulares contra Tronos tan sagrados.

            Todos los que se acercaron a inquirir el simultáneo incienso que tributaban estos Regulares a Dios y a Confucio en el Imperio Chinesco, fueron víctimas de la obediencia al Solio Pontificio, como sucedió al Cardenal Tournon, a Monseñor Mezabarba, y otros Legados Apostólicos.

            Persiguieron sin límite al Papa Benedicto XIV el Grande, porque reprobó estos sacrílegos ritos, mandándoles con censuras reservadas la unidad de los aprobados, y porque mandó reformar de consejo de Canonistas Teólogos, y Purpurados, varias proposiciones del Padre Harduino, Berruyer, y su doctrina insana, se obstinó un jesuita veneciano en defenderla, y estos Regulares en persuadir al mundo que la gran alma de aquel jamás bien ponderado Papa era de secta Jansenista. Al venerable Pontífice Inocencio XI, porque no apoyaba sus doctrinas, lo desacreditaban cuanto podían, y pasaba de unos a otros la palabra, pidiéndose oraciones a Dios porque se convirtiera.

            No han sido más dichosos con ellos y sus opinables delirios los Monarcas y Príncipes Soberanos del siglo, hasta su venida cuasi de todos ignorados,  con ella sabidos y ejecutados con denuedo y temerario arrojo. Díganlo las Cortes de Francia, Portugal y otras, con las monstruosidades que de ellos han experimentado, y dígalo la de V. M., donde han sido tan execrables como trascendentales a todas las demás los excesos, pues comprenden los de la oculta compensación, el Regicidio, y otros; y hacen a toda la Nación, miembros, que tienen por su suprema cabeza, la de su Soberano, parte legítima, para exclamar por justicia al cielo y al mundo, sin distinción de sexos y estados, por más que haya reservado V. M. tan superiores motivos en su Real seno, y que no queden sin el condigno castigo un cuerpo causante de tantos daños.

            Igual y tan desgraciada suerte han tenido con estos Regulares los Obispos. Consultemos a la sagrada persona y escritos del Venerable Obispo D. Juan de Palafox, aprobados por el supremo juicio, y aún no dejan estos Regulares de criticarlos, como las virtudes de un varón tan heroico que el sufrimiento sólo que tuvo con ellos, contribuirá no poco a beatificarlo.

            Semejante persecución han sufrido proporcionalmente los prelados de Buenos Aires, y es notorio que la extendían a todos los que no eran parciales suyos, como su violenta conducta en el Paraguay con aquellos desgraciados, por reducir aquellas Provincias a su total dominio, sin haber sido aquí ni allá exentos de su mortal odio, expresado con escandaloso desprecio, los demás Religiosos, vituperando sus Constituciones y su gobierno.

            También me previene se persuade V. M. no ser posible atajar del todo estos gravísimos daños causados en sus dominios mientras estos Regulares existan en cualquiera parte del mundo, y más residiendo en Roma su General, y gobierno; y valiéndose de sus apasionados para excitar la desavenencia entre los Príncipes Católicos, de donde han sido expelidos; y que para evitar estos enormísimos perjuicios, V. M. unido a los demás Soberanos de la Augusta Casa de Borbón, ha pedido al Papa que totalmente se disuelva y extinga esta Religión de la Compañía; que yo diga lo que hubiere observado sobre sus excesos en este mi Obispado, y sobre pronóstico de varones de probidad y literatura en el particular de su principio y fin; y que remita mi dictamen por su medio a V. M. sobre la total extinción, con la debida reserva y posible brevedad.

            Arduo empeño sería el de satisfacer una confianza de igual tamaño, si la Pragmática de 2 de abril de 1767 no me diera las más sólidas, innegables y convincentes reglas para fundamentar el justificado extrañamiento y ocupación de temporalidades de estos hombres; y más con la adopción de las mismas en las otras Cortes, que se hallaban en el aprieto de semejantes ejecutivas providencias. Confieso ingenuamente, Señor, que no he visto una pieza que más me haya llenado el gusto por la destreza, nervio, fondo y claridad con que toca, sin ofensa de los otros, el derecho público, la regalía de los Príncipes supremos, y la conservación del Estado; y sinceramente me declaro que lo que pensaba escribir, y he visto escrito, glosando su contenido, lo he dejado, porque todo me ha parecido mucho menos que su mismo texto.

            Por esto le reproduzco para enervar lo consiguiente con lo sucedido felizmente, y tan a satisfacción practicado, que no deja duda que ha sido del agrado del Cielo. Su conducta en este Obispado ha sido la misma que en los demás, donde los Obispos no hacían todas las cosas muy a su arbitrio porque si piden ciento y no se les sirve en una sola, se perdió el mérito de las noventa y nueve, y se dan de todas por mal servidos; ellos parecían sacados por una turquesa todos con las propiedades de ingratos, desatentos, desconfiados y vengativos enemigos de todos los que no son sus discípulos, y aunque lo fuesen, de los que no seguían ciegamente sus doctrinas y sus consejos. Yo soy Canonista, y estudié la Filosofía con los PP. Dominicos, y por esto solo me atribuyeron los beneficios que les hice, por lo menos como a los demás Religiosos, haciéndome siempre todo el mal que pudieron, y regulando mi indiferencia por desafecto, en que ejercité bien el disimulo, que para ellos y su ambición de mandarlo todo, no era poco castigo.

            Venido aquí me traje con licencia del General, que pedí sin saberlo el interesado, a mi hermano el Padre José, que había enfermado gravemente el Galicia, en lo mejor de sus años, sujeto hábil en cátedra y púlpito, y por más que los médicos persuadían la mutación de aires, nunca se la otorgaron; y porque lo creyeron hecho sin ellos, y porque no les salió arrogarse todo el mundo, los de aquí y los de allá se compusieron entre sí mismos, y sin pasar un acto de atención unos ni otros, ni el Padre General, me lo llevaron diciéndome que marchaba de un día para otro, que así se lo mandaban los superiores, por no haber mejorado aquí de sus males, y que no podía negarse a obedecerles.

            Al poco tiempo de mi arribo se suscitaron algunos pleitos sobre las viciosas adquisiciones del Padre Pedro del Busto para la Buena muerte que, por serlo, se les quitaron; sobre órdenes, en que figuraban privilegios, también hubo disputas; al fin se sometieron, porque no los exhibieron, aunque les dije me los trajesen, y yo les manifesté lo que previene el Derecho y el Sínodo de Benedicto XIV el Grande, para que sin embargo de cualquiera privilegio o contraria costumbre, se sujetasen todos los Regulares al examen del Obispo que los ordene; y resueltamente dije al Rector que dado y no concedido que le tuviese, viera si en él se contenía alguna cláusula par que yo los ordenara precisamente, y entonces se rindió a enviarlos a examen.

            Cuando se confirmó y aprobó el Instituto nuevamente, me pidieron con instancia y porfía cartas para la Santidad de Clemente XIII, dándole gracias por ello; y para esto me mostraron las de algunos Prelados, y aún algunas respuestas de S. B. en su elogio; y estuvieron en esta parte tan molestos, que fue preciso decirles que no escribiría, aunque me quedase sólo y único, porque era una oficio intempestivo, y sólo lo haría sabiendo que le hacía V. M., o que era el que yo hiciera de su Real agrado.

            Todas las tardes salían, sin quedar más que los enfermos en casa; y en dos que días de San Ignacio fui bien temprano a rezar, para ganar la indulgencia, encontré las puertas de la iglesia cerradas, abierta solamente la portería con un viejo secular que la guardaba; y este me acompañó para entrar a la iglesia por las puertas interiores de la Sacristía, hasta que dándoles a entender esta inobservancia, que en ninguna otra Religión se advertía, observé que tuvo enmienda.

            En el violento encierro del Padre Ayala, y su rompimiento de la penosa carcelería, estando el Padre Rector Vicente Morales en Espejo, su patria, pasó a verme a Lucena, distante diez leguas de Córdoba, donde estaba yo de visita, y porque le dije daría orden a mi Provisor para que le depositara a su elección en casa Religiosa, se hizo el tal Padre una furia, y me dijo que si ignoraba que tenían privilegio para que ni yo ni el provisor, ni otra persona que su Padre General, conociera de sus cosas, a que le repuse la disposición del Concilio, y la práctica que en iguales casos había en mi tiempo, entrando el Obispo a conocer en ellos como Prelado ordinario del territorio, y como delegado Apostólico.

            Sobre este lance no podré yo ponderar bien su enojo; vínose a la capital enojado; el Provisor por sí compuso este negocio, y sale luego en las Memorias Eclesiásticas de París, que se lo había entregado a discreción de los Padres el Obispo de Córdoba, para que no se admire variedad en la inmediación de las cosas, ni lo que las desfigura la distancia; y presumo que sería de ellos mismos esta maniobra en venganza de que no hice lo que me pedían; y esto fue el incentivo mayor de su malevolencia, que sufrí con heroica paciencia y resignación cristiana, sin hacer novedad, y continuando los misioneros que tenía, porque estén buenos para el asunto, y afeaban estas y otras cosas de los Padres que gobernaban.

            Pero aún es mayor y más expresiva de su carácter e imponderable malicia para sembrar desavenencia y cizaña la siguiente estratagema. Vinieron a mí dos Padres de los más graves, y que trataban con las principales personas, a decirme que convendría mucho al servicio de Dios que yo remediara algunas juntas de los dos sexos que perjudicaban a las conciencias, a que les respondí sin detención: esas personas, todas las más, confiesan con V. V., gastan todas las mañanas en los confesionarios de su iglesia, como V. V. todas las tardes en conversación en sus casas; procuren, pues los tales congresos aseguran perjudican a las conciencias, poner como fieles Ministros toda su eficacia para la enmienda, usando de todos los medios que previene la moral cristiana y dicta la prudencia, para desvanecer que V. V. los fomentan; y si no alcanzare, pensaré entonces las providencias más oportunas. No me volvieron a hablar más en la materia, pero me indispusieron con las tales personas.

            Abrevio por lo que a mí toca, para no hacer más molesta la narrativa de otras máximas suyas. Las monjas, sus confesadas, acaso tendrían algún parco sentimiento en el caso preciso de su ausencia, pero yo yendo después a elecciones de Superioras, y haciéndolas una plática por las rejas del Coro, como se acostumbra, en que toqué ésta y otras materias de las prevenidas, por lo que las había ilustrado en ellas, y por los confesores que las había puesto, me dieron muchas gracias; y si se diera el caso (que no se espera) de que volvieran los tales Jesuitas, estoy tan seguro que no me los pidieran, como lo están ellas de que no se los darían; y esto baste por lo demás, que sabrán estos confesores y sus confesadas.

            Son bien notorias las Cortes que los han expelido, y que las demás han empezado. La de Viena les ha prohibido con la Lección de Cátedras en las Universidades la pública enseñanza; sin duda porque habrá tenido por incongruente su doctrina, y el fuerte de esta Sociedad es sostenerla. La de Turín años hace que les prohibió lo mismo, prueba de que no la tenía por muy segura aquel Monarca.

            Modernamente la de Roma los excluye de la explicación de la doctrina Cristiana para prepararse al Jubileo por la exaltación del Papa, en que siempre los incluían; y ha sucedido lo propio por el Cardenal Malvezzi en la capital y legación de Bolonia; y se irá experimentando otro tanto en las demás poblaciones del Estado de la Iglesia, y donde quiera que los haya a imitación suya.

            Esto reclama por remedio universal con la mayor diligencia, porque he oído a los más doctos y virtuosos sujetos de opinión grande, que si dos solos Jesuitas quedaran en el mundo con su General, este cuerpo tan corto querría sostener sus doctrinas y máximas con preferencia a las demás del mundo; y constantemente he entendido desde mis tiernos años en España, Francia, Italia, África y demás tardes donde he estado, de los varones más ilustres de todos estados, y aún de algunos de ellos mismos, que esta Sociedad duraría sólo tres siglos: que en el primero florecerían, que reinaría en el segundo, y que se acabaría en el tercero. Parece que llegó el caso con  cuasi unánime consenso.

            De unos y otros Príncipes, y especialmente al Santo Padre reinante, a quien V. M. y los demás Soberanos interesantes recurren, más que externas y propias leyes, induce a la concesión de los que se les pide los ejemplares con que obsequian sus proposiciones y santísimas resoluciones en casos semejantes, como los que siguen.

            Gregorio X abolió en el Concilio Lugdunense todas las Religiones Mendicantes, reservando cuatro solamente, y aplicó sus efectos a usos píos por medio de los Ordinarios.

            Urbano VIII la Congregación de monjes Benedictinos, y la Religión de los Barnabitas, dejando sus bienes a la disposición de los Ordinarios en las respectivas diócesis.

            Inocencio XI la de San Basilio Ariminense, la de los Clérigos Regulares del buen Jesús de Rávena, y la Congregación de Esturla de Clérigos Regulares de San Jorge, con todos los conventos pequeños de Regulares.

            San Pío V extinguió todo el orden de los Humillados, porque uno o dos de ellos intentaron matar a un Cardenal que no les era afecto. Si un Papa santo y pío hizo por un delito presunto este castigo, ¿qué hiciera el Santo y que no hará nuestro Santo Padre Clemente, y justo, su sucesor dignísimo, viendo tantos Monarcas, tantos Soberanos, tantos Purpurados, y tantos Obispos, unos invadidos, otros asesinados, y ninguno seguro de sus genios vengativos?

            Clemente V suprimió y anuló totalmente la Orden de los Templarios de Francia en Consistorio secreto que hizo en Viena en 22 de marzo de 1302 con asistencia de muchos Cardenales y Prelados, y después de varios pasajes quedaron abolidos es todo el orbe.

            Por todo lo referido, y lo de mayor reato que sólo apunto, con un Papa tan docto como virtuoso, prudente y político, inclinado a la paz verdadera y mejor armonía con las Provincias Cristianas, como es el que nos ha dado la Divina misericordia, me parece que puede V. M. y debe en conciencia repetir con los demás Soberanos sus Reales instancias para la total extinción y abolición universal de la Compañía, con vivas esperanzas de que el paternal ánimo de su Beatitud se dignará preferir a la de una Religión privada la causa pública, la tranquilidad de las Soberanías interesadas y la seguridad de sus Reales personas; que le dará nuestro Dios y Señor luces muy oportunas sobre las concedidas a S. B. para declararla; que con esto se restituya al mejor estado la pureza de la más sana y sólida doctrina; se afiance la más devota y estable correspondencia de los Reales cetros con la Tiara, y que todo sea con satisfacción recíproca para mayor honra, gloria de Dios, exaltación de nuestra Santa Fe católica, y bien común y de su Santa Iglesia y de la República Cristiana. Así se lo pidiera a Su Santidad si me hallara en proporción de besar sus sagradas Plantas, sin dejar de repetirlo con vivas súplicas hasta que me lo concediera; y así ruego una y mil veces postrado a las de V. M. se lo pida instantemente a S. B. como negocio, el más importante a toda la Cristiandad.

            Dios nuestro Señor guarde la Real Católica Persona de V. M. los años que le suplico para bien de esta Monarquía. Córdoba, 16 de noviembre de 1769. Señor. A L. R. P. de V. M. su más rendido, fiel vasallo y reverente Capellán. Martín, Obispo de Córdoba.

*Selección y transcripción de Enrique Giménez López, 2017, bajo licencia Creative Commons “Reconocimiento – No comercial”. El autor permite copiar, reproducir, distribuir, comunicar públicamente la obra, y generar obras derivadas siempre y cuando se cite y reconozca al autor original. No se permite utilizar la obra con fines comerciales.

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